"666", Mayo 1997
Empecé a contar los viajes en cuanto que mi padre volvió con el pobre Gordini arreglado del taller. Era mayo del 68, fue el hermano Alberto quien me enseñó el método. Su segura mirada, las hondas caladas al ideales que se liaba parsimonioso, ceremonial, con aquellas manos gordas en las que faltaba un pulgar, terrosas y encallecidas, surcadas de grietas hondas y oscuras, como farallones calcinados; la forma con que se rascaba el cráneo pelado con el pulgar sano por encima de la boina; la fascinación que me producía verlo allí, en su casa del Caño, en el poyete encalado que daba a la calle, siempre sentado, dejando pasar las horas inmensas que a mí con casi siete y a él con setenta y siete años nos sobraban; sentado con las piernas estiradas hacia la cuneta, flanqueadas siempre por la garrota y, en invierno, las muletas, reúma y semi-invalidez; una cuneta y una calle que, siempre juntos, veíamos pasar de ser un barrizal en otoño, una pista de hielo con cuarterones como chuzos, en invierno, un lodazal de charco y somorgujos sobre un hule verdastro de yerbas y cardo, en primavera, y una polvanera de paja y bosta seca, los veranos, que era cuando más horas nos sentábamos, desde la resestera hasta más allá del tramonto, a ver pasar la tarde, y por la noche a tomar el fresco, a contar estrellas y a dejarme arrullar por las palabras del hermano Alberto y verlo liar habilidoso su caldo de gallina, que hay que ver la maña que se daba para no tener dedo pulgar en su mano izquierda, perdido según las malas lenguas por un tajo de hoz durante la siega, cuantísimos años atrás, mucho antes de la guerra; pero él no siempre aceptaba la teoría de la hoz, sino que, casi cada vez que le preguntaba, me daba una versión distinta o complementaria al respecto: en su verbo jocundo y entusiasta, unas noches por un tiro de los franceses durante la Guerra de la Independencia, un tiro de trabuco del mismísimo Napoleón, que le segó el dedo, zas, limpiamente, hasta el punto de no advertirlo sino horas después, la pechera ensangrentada, tras el fragor de la batalla y la huida cobarde del gabacho por las huertas, al otro lado del río, persiguiéndoles con hoces y horcas hasta más allá de la alberca del cura. Los invasores habían plantado el campamento por allí por donde te lleva a trillar tu tío Ángel, muy cerca de vuestra era, al otro lado del cementerio; tras la batalla en la que perdí el dedo recularon hasta los Ojos, más allá del molino. Cuando se rindieron, me contaba el hermano Alberto, estaba yo de tan mala baba por la pérdida del pulgar que si no me para los pies el mismísimo general Prim, los mando fusilar a "tos", que es como entonces yo también decía "todos". Otras noches el dedo había desaparecido gangrenado por un clavo oxidado, antes de que hubiera antitetánica; otras de un hachazo en una reyerta; una vez se lo tragó un cerdo de un bocado rabioso a punto de ser sacrificado para la matanza, ya ves, quería yo hincarle la faca en la yugular, los que me ayudaban no tenían bien sujeto al gorrino, se revolvió el hijoputa y me arrancó de cuajo el dedo, aquellos dos jamones me salieron carísimos; cada vez, mi amigo el hermano Alberto me contaba lo de su dedo de una forma distinta y a cuál más emocionante; así, con él, aprendí la maravilla de mentir gratuitamente, de fantasear historias hermosas: hasta el punto de que, cuando la imaginación le raleaba, yo mismo ponía mi grano de arena en la reconstrucción de su recuerdo: a un hombre tan fantasioso como él y tan enamorado de la palabra errabunda le encantaba verme contagiado de su misma enfermedad. De ese modo pasábamos los anocheceres infinitos del verano y las tardes vacías de calor y siesta.
Yo empecé, pues, a contar y a creer a pies juntillas en su método al día siguiente de que me lo explicara el hermano Alberto. Fue, ya lo he dicho, en mayo del 68, mis padres se empotraron contra un árbol y casi no lo cuentan; yo me enteré a los tres días de la peor forma posible: por mi primo Joaquín el gallete, era un mote que le pusieron por chulo, como a mí el de guinea por mis padres; Joaquín era mi compañero de banco en la escuela, pues, aunque varios años mayor que yo, mientras no hubo más maestros que don Jesús, ocupábamos todos la misma aula; amigo querido con el que me bañaba en las lagunas los domingos de verano y calor, con el que jugaba, de vuelta, en la trasera del Gordini de mi padre, sobre los asientos de escái, al veo veo y a contar miliarios o conejos, con el que pasé un feliz verano en los campamentos de Málaga, en Sabinillas, enamorados de Marcela y espiándola furtivamente, tras el seto, cuando se bañaba en la piscina de las chicas. A los dos nos encantaba el agua y teníamos la suerte en mi pueblo de disfrutar de la proximidad de las lagunas de Ruidera. Una maravilla, tras el cansancio de sol y baño del domingo, jugar en el coche, durante el viaje de vuelta, ya anochecido, a competiciones inventadas sobre la marcha, como adivinar el próximo mojón o la cabeza de una liebre asustada y aturdida por el repentino fulgor de los faros. Íbamos prácticamente todos los domingos a bañarnos y él siempre, o casi, se venía con nosotros; cuando no nos acompañaba era algo más aburrido, a pesar de que me gustara mucho el agua, aprender por fin a nadar, pero no podíamos hacer concursos de vuelta a casa y el viaje, a oscuras, cansado, se hacía larguísimo.
Era en la escuela, con don Jesús el maestro, nos estaba proyectando, una vez más, las maravillosas filminas de Viaje a la luna, yo pintaba un astronauta flotando en el espacio, con la tierra a sus pies y, al ir a dibujar la nave y el cordón umbilical, se me cayó el plumier al suelo. Se han matado tus padres, dijo Joaquín, mientras me entregaba varios lápices de colores y el saca. Se han matado contra un árbol, que ha partido en dos el Gordini, e hizo un gesto con las manos y los ojos por el que se recreaba en la suerte, con la satisfacción del poderoso, del que sabe más que tú. Es mentira, a mí no me han dicho nada de eso, protesté, están de viaje, pero ya no pinté más: dejé al astronauta en la estacada, sin cordón umbilical con la nave, errante para siempre en el espacio: morirá de asfixia cuando se le acabe el oxígeno, pensé. Cuando en casa la tía Gúmer me dijo que de dónde había sacado eso, que mis padres estaban en la capital, que vendrían pronto, etc. (y se le iba el labio inferior en una mueca de desprecio y asombro, un rictus, el de la mentira, tan fácil de advertir, un estertor, que desde entonces me da grima, lo percibo a flor de piel), supe diferenciar y reconocer dos cosas nuevas, la primera, algo que ya no me abandona: la angustia del destierro, el sentirme siempre desplazado, de otro sitio, como siempre de paso, despidiéndome o recién llegado, no pisar firme bajo los pies, la inseguridad, el horror famoso que, bien educado, se puede amaestrar hasta una especie de hosca timidez para algunos cinismo, para otros, que tal vez me conocen mejor o que lo viven igual, "experimentar siempre las cosas desde fuera", verlo todo como desde una prudente distancia, pasar por la realidad levitando, en actitud translúcida de espectro, sin romperla ni mancharme, de niño lo tomé como un juego, aún no pertenezco, me decía, habrá que hacerse mayor para tomar posesión, disimulemos, observemos, disfrutemos del espectáculo mientras tanto, pero luego dejó de ser un juego y aquella situación de continua sala de espera de aeropuerto o ascensor, aquel espacio vacío o cápsula se revelaba como mi único y verdadero dominio, yo seguía sin poder entrar en la realidad y zambullirme en su tráfago, siempre distante, despegado, despidiéndome, como mi astronauta, el mundo a sus pies y él sin cordón umbilical, desterrado, con el oxígeno y las horas contados. Y la segunda cosa que descubrí aquella tarde fue la mentira, no la mentira de maravilla, gratuita y feliz que practicaba con Alberto, no, el engaño asustadizo, interesado y cobarde, la mentira del miedo, vivamente manifiesto en esa mueca en labios de la tía Gúmer, su gesto, el desprecio temeroso y precipitado con que rechazaba mi hipótesis de orfandad y accidente. Aquellos ademanes bruscos, como de prisa, me enseñaron, por la primera vez, lo que era mentir, y además, aprendí a diferenciarlo, por primera vez también, de lo que el hermano Alberto y yo practicábamos felices cada tarde, a lo que bauticé como "fantasear".
Paréntesis: luego de mayor he descubierto que a fuer de fantasioso, de entrenarme con la ficción, de cara a los demás todo ello se puede trocar, desde el otro, en mentira; por eso no se debe, no debo, usar del fantaseo sino aquí, a este lado del espejo, delante de la pantalla, o con gente que me recuerde al hermano Alberto, con el que empezar a hablar y engarzar una historia detrás de otra era todo uno. Y además, lo mejor de todo es que esas historias eran Verdad, pues debajo del cuento y la imaginación se escondía una realidad hermosa -o trágica- y plena más cierta que la mera y triste constatación de hechos a los que se reducía la convivencia enmascarada que nos enseñaban en la familia y en el colegio y que es fácil de usar para sobrevivir, pero se advierte pronto como insulsa, aparentemente correcta, lógicamente cierta, superficialmente adecuada y poco más: máscaras y personajes, roles se dice ahora, funciones, etiquetas, muy cómodos siempre, a veces puede que necesarios, no lo ignoro, pero fundamentalmente no verdaderos.
De modo que así fue como descubrí, nombré y desenmascaré a la mentira. Cogí el pan con chocolate que me ofreció, con miedo y desprecio, la tía Gúmer y salí corriendo hasta el Caño, al poyete de la casa del hermano Alberto. Me senté resollando, le ofrecí media tableta que aceptaba siempre encantado, y la chupeteaba como un caramelo en su boca sin muelas, me las arrancó de un tortazo el Lute, al que encontré escondido en el depósito de las aguas, al ir a agarrarlo me soltó un cate y se escapó; otras veces era la coz de caballo en el frente del Ebro, tu tío Ángel te lo puede confirmar que estaba a mi mando en la guerra, me nombraron sargento a pesar de faltarme este dedo, y señalaba, orgulloso, el muñón, por ser el más valiente de la compañía, yo fui a la guerra voluntario, hacía más de veinte años que había hecho la mili, figúrate, soy de la quinta del 10, del año que nació tu tío, él te lo puede contar también, estaba a mis órdenes en el frente. Pero mi tío ni confirmaba ni desmentía, callaba como el que calla asiente y me abarcaba con un brazaco todo entero por la espalda y, entre risas, confirmaba, "hay que ver qué chiquillo éste, qué cosas tiene con el hermano Alberto", y es que, efectivamente, en el pueblo se hacían lenguas de lo que nos queríamos: su hija, la Emilia, sobre todo: una mujer aún muy joven, muy guapa, de un moreno cobrizo y unos ojos olivastros espectaculares, de sonrisa sonrosada y orgullosa, de voz grave y mirada cálida, que siempre iba ocupadísima de un lado a otro, o con ropa en un capacho, del lavadero, o un cántaro, de la fuente, o un lebrillo o, por los menos, un cesto con víveres para el cura, su amo; yo creo que nunca salía a la calle sin algo en brazos, y me decía cosas que entonces no entendí y que ahora que las comprendo no puedo transcribir aquí por emoción y vergüenza y sobre todo por falsas, ya que en mí no había afán filantrópico o caritativo sino puro egoísmo, hay qué ver cómo te quiere mi padre, más que a su nieta, que ya es decir: y era verdad, y mutuo, me encantaba el hermano Alberto y pasar con él los años sentados en su poyete imaginando maravillas. Dejémoslo en amistad entre un sin muelas y un sin dientes: acababa de perder yo uno y esperaba al ratoncito Pérez: era tanta la ilusión y la expectativa y la emoción que no pude aguantar a que se me cayera y yo mismo, poco a poco, dale que dale, acabé por arrancármelo tras un hilo de sangre, dolor y la bronca de la tía Gúmer, siempre propensa, a la mínima excusa, a echármela. Pero mi padre, antes de partir para el viaje del accidente, me había prometido que a su vuelta recibiría el regalo del ratoncito Pérez por aquel primer diente caído o empujado: era el juego de magia, ese que vi en la capital meses atrás, en Navidades, y que mis padres me apalabraron para cuando terminara el curso. Le conté emocionado a Alberto el gozo que me produjo levantar la tapa de aquella caja mágica y encontrar dentro tantas maravillas: cubiletes de dados invisibles, cajas misteriosas, pañuelos convertibles en pájaros y viceversa, pero sobre todo la varita: nos extasiábamos juntos pensando lo que podríamos hacer, desde allí sentados, con una varita mágica. De hecho, como entrenamiento, antes de que llegara el deseado regalo, mezcla abundosa de fin de curso y ratoncitos pérez, pasamos medio mes de mayo practicando con una vara de mimbre, tenemos que encontrar la palabra mágica, me sugirió el hermano Alberto, si no, no funciona: Omaetaicila, dije sin pensarlo, era mi palabra mágica de siempre, Alicia te amo, al otro lado del espejo, omaetaicila, su nieta, pero yo eso me lo callaba, claro, así al revés no se entendía lo que decía pero funcionaba, omaetaicila y, zaca, convertíamos al primero que pasaba por delante en lo que quisiéramos; nuestro conejillo de Indias, con quien comprobamos la eficacia mágica del conjuro fue el Chapas, nuestra primera víctima, el pionero en sufrir una metamorfosis; era un tipo estirado y serio, pagado de sí mismo, se creería superior acaso por ser el único durante muchos años, junto con el alcalde, me parece, en tener aparato de televisión, era dueño del bar donde se jugaba al subastao y al dominó y se servían, de tapa, pajaritos fritos, a mí me daban asco y pena a la vez, y con la tele atraía como moscas a la gente, sobre todo los domingos por el fútbol o cuando daban corridas, a las que mis tíos, y todo el pueblo, eran muy aficionados, y allí que iban ellos también a verlas hasta que tuvimos tele propia ese mismo verano del 68, en parte gracias al accidente, no hay mal que por bien no venga, así pude ver las Olimpiadas de México y el salto increíble de Bob Beamon. Como pasara por delante de nosotros sin casi saludar, orondo, despectivo y vanidoso, decidimos convertirlo en pavo real con un certero golpe de varita y la palabra milagrosa. A su hija, la Emilia, que salía del convento con una cesta bajo el brazo, tras mucho porfiar con Alberto, logré que me dejara convertirla en gallina clueca y, por cierto, le cambié por huevos las obleas que en ese momento transportaba con delicadeza de novicia; mejor en gallo, hombre, a ver si así le arrea un picotazo en el culo al tío cura, decía con el pitillo en la boca, ya está bien de limpiarle..., en fin me callo, la casa, la mansión a ese holgazán, media hora al día de trabajo y con vino, no te jode, exclamaba, entre la envidia y la indignación, y se rascaba la calva el hermano Alberto, anticlerical furibundo de los de antes de la guerra y rojo semitopo que aprovecha no sé si mi afecto o escasa edad para desahogar sus duelos y quebrantos y fantasmas. Entonces no lo habría sabido decir, pero en aquel comentario, más de impotencia que de rabia, descubrí que también en la vida del hermano Alberto rondaban los espectros.
Nosotros nos transformamos mutuamente, yo en hombre invisible, la ilusión de mi vida, lo que disfruté mientras duró el embrujo, y él, con sesenta años menos, en quinto, con dedo pulgar y agilidad en sus pobres piernas atrofiadas, ¡a la porra las muletas!, dispuesto a correrse una buena juerga, emborracharse con cuerva, cantar mayos, requebrar a las mozas y pintar las paredes con añil, ¡vivan los quintos del 10!, porque la víspera de irse a la mili y el día de carnaval estaba todo permitido, hasta, si te descuidas y con suerte, les podías tocar un poco el culete a las mozas, y mimaba el gesto ante una imaginaria paisana recatada y propicia, de mirar ardiente, honesto, y luego se reía y suspiraba, se rascaba el cráneo por encima de la boina con el pulgar sano y sacaba la petaca con el caldo de gallina y me decía, venga, a ver qué tal sabes ya. Pero yo nunca aprendí a liar bien los cigarrillos. Para cosas manuales siempre he sido una calamidad. Y eso antes de tener la verdadera varita mágica, con una simple vara de mimbre. En cuanto volvieran mis padres de su viaje, me lo prometieron antes de salir, me traerían el juego completo de magia: el paraíso.
Alberto no soltaba prenda sobre lo del accidente. Tras comerse bien chupeteada la media onza de chocolate, frunció el ceño y sólo me dijo que mis padres no habían muerto contra ningún árbol, que de dónde había sacado esa tontería, pero que, si quería, me iba a contar un secreto que no se lo había revelado jamás a nadie y que esperaba que yo lo supiera guardar tan bien y tantos años como lo había guardado él; me miraba con una fijeza y concentración que me aturdieron, pues no había en esos ojos la chispa o la ilusión con que recorríamos sus batallas y aventuras, ni tampoco el brillo indignado y sarcástico con que acababa de referirse al trabajo de su hija con el cura, ahora lo que había era una certeza y una contundencia fanática y un respeto litúrgico que me hacían sentir mayor sin querer: se trataba de una confidencia. La escuché digno y serio, como convenía a la ocasión, me empezó a sangrar la encía del recién arrancado diente y me vino el recuerdo del juego de magia prometido. Luego supe, al recapacitar desde la memoria, que aquel día descubrí, además de la mentira (mi tía), la prepotencia (Joaquín el gallete) y el sentimiento de destierro, de no ser de este mundo, sino siempre de paso, despidiéndome, el misterio de la muerte y el paso del tiempo, la soledad y la fidelidad. Me confesó, en fin, que estaba en posesión de un método infalible para saber si, en un viaje, uno se iba a matar o no. El problema es que el método requería muchísima paciencia y atención, llevar siempre la cuenta y no tener miedo a las consecuencias, por otra parte inevitables.
Parece ser que lo descubrió precisamente en el frente del Ebro, en aquel largo año de molicie tras el estancamiento de la contienda. El hermano Alberto, a pesar de faltarle ya un dedo, había sido nombrado sargento como gratificación pública por su arrojo y su astucia, eso me lo confirmó mi tío, y estaba al frente de una compañía de desgarramantas, varios del pueblo entre ellos, que se parapetaba tras una loma, allí donde las líneas se habían encastillado hacía meses y la guerra, para ellos, se había transformado en un jugar a las cartas, mirar al cielo, esperar las mulas de intendencia con el rancho, traspasar las líneas por la noche, a mitad de una guardia, para intercambiar con el enemigo, tal vez, unas latas de sardinas por un pan de arroz. Las refriegas eran muy escasas, alguna escaramuza con los de la loma de enfrente, alguna bala perdida. Nada. Pero el caso es que cada cierto tiempo había una baja en la compañía. Encuentros casuales, disparos aislados en el valle cuando unos y otros, rojos y azules, intentaban segar un poco de cebada para hacer pan o recoger la liebre abatida a tiros casi más por aburrimiento que por hambre. Lo cierto es que Alberto decidió, como responsable del grupo, en vez de pasar las horas muertas sesteando o ver de soliviantar la holganza de sus hombres con trabajos en el fondo inútiles que lo único que le granjeaban era el odio visceral de los suyos, decidió, me dijo, gastar su tiempo anotando en un cuaderno los tiros que mediaban entre baja y baja: una cuestión de estadística, las matemáticas siempre se le dieron muy bien. Anotaba parsimonioso una raya en la libreta cada vez que sonaba un disparo, rayas verticales, una quinta horizontal y cada veinte grupos de cinco un lazo elíptico o rectangular que marcaba la centena. Si eran ráfagas de ametralladora, eventualidad nada infrecuente, aprendió en el tableteo a discernir el número de balas como quien en un golpe de oído es capaz de contar las letras de una frase. Se puede hacer con práctica, me decía Alberto. Cuál no sería mi sorpresa, continuó, echándose hacia atrás la boina para secarse unas gotas de sudor, cuando me percaté de que las bajas se producían con una regularidad casi perfecta: desde la última baja hasta el siguiente herido habían sonado exactamente 166 disparos, los mismos casi que se necesitaron para el siguiente herido, 167, igual que para el siguiente... y que el cuarto 166 ya no fue un herido sino un acribillado que murió en el acto, total 666 balas desde el último muerto cuatro días antes. Una semana después, tras otra baja, y luego tras otra y otra, entre fascinado y horrorizado, comprobó que la serie volvía a repetirse con una mortífera precisión matemática, atenuada, sólo, por la leve variación de los dígitos intermedios, 167, 167, 166, 166 en todas sus posibles, pocas, permutaciones; pero el muerto, el no herido, el no sólo rasguñado, accidentado, avisado, el cadáver, en fin, marcaba siempre, fielmente, el número 666. Dadas las precarias condiciones mentales de una guerra de trincheras, el calor y el frío extremos, la indolencia del grupo, la agonía constante ante un hipotético ataque o bombardeo o escaramuza, la tensión y el relajo de la inactividad, el hermano Alberto no quería dar pábulo a sus anotaciones, se trataba de casualidad, claro, o mejor aún, de falta de pericia para identificar las balas de cada ráfaga de ametralladora; esta convicción le llevó a aguzar más, si cabe, el oído, hasta convertirse en un verdadero profesional: su obsesión por llevar la cuenta lo alejó del grupo de sus hombres, lo tornó taciturno y distante, en la compañía lo veían siempre ajeno, absorto ante su cuadernillo haciendo cuentas, cábalas, obsesionado con sus estadísticas y predicciones, anunciando desgracias, advirtiendo enigmático a los excursionistas al valle en busca de alimento, ojo al bajar que van ya 648 desde el último. Pero nunca fallé, sabes, y no me equivocaba porque yo no adivinaba las bajas, simplemente constataba un hecho, una ley tan matemática y precisa como la de la gravitación universal, como "predecir" a qué hora sale el sol o se pone, o si va a haber un eclipse de luna; no se trata de profetizar, sino de advertir que una ley universal se cumple. Pues bien, la Ley que yo descubrí en el frente de Teruel, durante nuestra guerra, y que ahora tú también conoces, es que las muertes de los seres humanos por accidente no son casuales, sino que tales llamados accidentes están también regulados por un ritmo universal, el ritmo del mal y de la destrucción, el ritmo del 666, lo dice hasta la Biblia de los curánganos. No he tenido ocasión de constatarlo con todos los muertos que he conocido, pero sí sé que allí donde he tenido tiempo y ocasión de comprobarlo siempre se cumple. Por ejemplo, nada más terminar la guerra, cuando volvimos al pueblo a pasar hambre y miseria, a mirarnos a los ojos acobardados, a llorar en silencio el llanto de las viudas, yo me puse a trabajar de pastor en la finca de un terrateniente de quien fui gañán de muchacho; como tenía tiempo y esta cuestión me obsesionaba, hice todas las averiguaciones que pude, me puse a investigar con animales, con las cabras, cogí tres todos los días durante más de dos años y me las llevaba a un barranco, allí les trababa las patas y las ataba a unos chaparros; desde arriba, desde muy altísimo, día tras día durante 666 dejaba caer una buena laja picuda y mortífera sobre ellas. Una vez herí a una, pobrecica, en el lomo, la 67, y volví a herir a la misma la 489. Así demostré, todo lo precariamente que quieras, que con los animales no se cumple esta ley de la muerte accidental, o que se cumple en otros plazos y a otros ritmos, cosa más que probable pero que yo nunca he constatado. Verifiqué en cambio mi ley con los humanos en otras circunstancias de muerte o accidente no naturales: probé con los chiquillos, con los zagales como tú que andan todo el día subiéndose a los árboles destrozando nidos, o dando guerra simplemente, buscando divertirse. Como ves, desde esta casa tengo una privilegiada atalaya de observador, y señalaba con el dedo en derredor abarcando el paisaje exacto que se divisaba desde donde nos sentábamos cada tarde, casi al final de la cuesta del Caño, más allá del convento, cerca de la fábrica del Mosaico, aquí viví siempre, de muchacho con mis padres hasta que me llamaron a quintas y me fui a la Guerra de la Independencia, y luego a la vuelta ya con mi hija y mi nieta. Pues aquí a mi vera, como tú ahora, se juntaban al caer la tarde todos los muchachos chicos del pueblo para jugar. El sitio lo merecía porque entonces tenía un porche con un pajar, un establo, más los jardines de las monjas, un poco más abajo, allí mismo, la fábrica; en fin, un lugar ideal para, por ejemplo, jugar al escondite o a batallas, encaramarse a los andamios y esas cosas que tramáis los nifotes. Bueno, pues cogí la costumbre, y hasta hoy, de arrellanarme aquí todos los días al caer la tarde, tras recoger el ganado de mi amo. Ahora lo hago como costumbre o placer, pero entonces me lo tomaba como experimento científico basado en la observación: iba anotando en un papel las veces que cada uno se subía por aquella escalera de madera a jugar en el pajar. Por supuesto que empecé a contar a lo loco, sin base previa, ya que la ley dice que se toma como punto de partida un accidente y a partir de él, en esa circunstancia, 166 o 167 veces después sucede otro, mortal si se reincide por cuarta vez. Tuve suerte porque un chiquillo se estampó contra el suelo al poco de ponerme a observarles, en los primeros días del verano, y casi se descalabra. Esa misma criatura, 166 veces después, se volvió a resbalar y se partió un brazo. Menos mal que pronto llegó el otoño, la lluvia, la escuela para algunos y las labores del campo con sus padres para casi todos y aquella escalera y su pajar dejaron de ser practicables hasta casi un año después. Abandoné aquellas observaciones y no volví a tomar notas, pero intuyo que si las circunstancias del caso se modifican sustancialmente, se introduce una nueva variable, qué sé yo, otros chiquillos, una nueva escalera, no sé, la cuenta se inicia desde cero, y te digo esto porque en todos estos años desde entonces no se ha matado nadie, sólo accidentes de vendaje, rasguño o escayola. Por suerte. Creo, pues, que basta con que cambie cualquier factor de los que concurren para que se parta de cero y que no se acumulen veces del período anterior. Por eso no es fácil que alguno se mate, pero sí que se rompa la crisma y asuste a sus padres. Me lo decía encarando hacia mí su dedo índice, con el pitillo en la boca, humeante, y me miraba con lúcido énfasis, advirtiéndome sin necesidad de palabras explícitas de que tuviera cuidado con mis juegos, mis saltos y mis caídas, ¡o, al menos, que llevase la cuenta! Si se acumula todo aquello que, con riesgo de accidente, repite exactamente sus factores, y me clavó sus pupilas cálidas y duras a un tiempo, como los viajes en coche, puedes estar seguro de que en el 666 uno la palma. Mira, aquí tengo la suma desde que empecé a tomar notas hace trece años de todos los accidentes motorizados, coche, tractor, camión, moto y motocarro de gente del pueblo: 17. Claro que no puedo llevar la contabilidad de los viajes que han hecho cada uno, porque tendría que ser invisible como tú, a golpe de varita mágica, y estar siempre con ellos, o poder volar para controlar el pueblo desde el cielo, como si fuera una maqueta, un mapa, esa estadística sólo la puede llevar, y la lleva, Dios nuestro Señor omnisciente, pero sí que puedo a ojo saber si el accidente corresponde o no, por cálculos aproximativos, a la secuencia 166-167 por cuatro. No es difícil, basta saber quién es el accidentado, cuál es su trabajo, vida que sigue, promedio de viajes que realiza al mes, hacer el cálculo y siempre cuadra.
Me quedé de piedra. El hermano Alberto, pienso ahora, acababa de constatar, siquiera de forma heterodoxa y doméstica, la teoría de los fractales, la mariposa del Japón que provoca un terremoto en San Francisco. Me vino a la cara el gesto adusto y asqueado de mi tía Gúmer, que hacía un rato me negaba la confidencia prepotente, chulesca, de mi primo Joaquín sobre el accidente, me vino a las mientes el recuerdo de sus ojos inyectados de superioridad, se han matado tus padres contra un árbol, su cara de enorme satisfacción al descubrir mi angustia desvalida enfrentada al orgullo y la fuerza del que sabe. Se me había puesto la carne de gallina. Hermano Alberto, le dije, no sé si habiendo entendido bien su historia, pero más asustado que cuando llegué a él, entonces, ¿es verdad que se han matado mis padres? Y él me miró con infinita ternura, me atrajo hacia sí, me acarició los hombros con sus cuatro dedos. No se han matado, pero es cierto que han tenido un accidente. Entonces, dije en un escalofrío, mi juego de magia...
Ahora en el recuerdo da miedo y vergüenza, pero reconozco que eso fue lo primero que pensé una vez aliviado ante mi no orfandad: el juego de magia. Si habían tenido un accidente mis padres, lo más seguro es que no me hubieran podido comprar el juego de magia, si de ida, porque nunca llegaron a la capital, si de vuelta, porque con la batahola del choque, la sangre y las ambulancias, mi juego de magia estaría allí en cualquier cuneta, despanzurrado, la varita mágica intermitiendo destellos en busca de algún niño que supiera decir sus palabras mágicas para volverse invisible, omaetaicila: el sueño de mi vida. Eso pensé en fracciones de segundo, claro, luego empecé a hipar, evitando, no sé por qué, la vergüenza del llanto, me agarré a Alberto con fuerza y me dejé acariciar serenamente por sus manos ásperas como rocas agrietadas.
Así fue, y ellos no me dejarían mentir, mis padres tuvieron un accidente contra un árbol aquel 26 de mayo del 68 y reposaban convalecientes de unas milagrosamente leves contusiones en la Residencia de Valdepeñas. Volvieron pocos días después al pueblo, acompañados de mis tíos, en un taxi: parecían dos fantasmas, pálidos, enjutos, quebradizos, con una sonrisa mortecina y pajiza que ante mis ojos no sabía discernir si de miedo o cobardía o ganas de verme o qué. Mi madre cojeaba de su pierna herida y enyesada y hasta me dio un abrazo inmenso, cosa rara en ella, tan fría siempre a la hora de mostrar sus sentimientos, mother, you had me, but I never had you; mi padre llevaba una venda aparatosa en la frente, pues un cristal del parabrisas, astillado por el choque, se le clavó a pocos milímetros de un ojo. Yo, aun impresionado, decidí que no iba a llorar, no por mí, sino para no causar en ellos más pena. El Gordini, el pobre, había quedado hecho unos zorros pero también pudo salvarse: lo trajo, ya arreglado, mi padre del taller a las pocas semanas. Sucedió que en el pueblo le cogieron manía y la gente, mis amigos incluso echándomelo en cara, se apartaban de él, de nuestro pobre Gordini, como si tuviera malaje, el coche de las viudas, lo llamaban. Hoy que todos tenemos un muerto en casa víctima de la carretera nos parece absurdo, pero en 1968, en un pueblo perdido y sin asfaltar todavía sus calles, con carreteras empedradas, puro barrizal en invierno, tener un accidente con un coche, cuando apenas si había seis familias con automóvil (más dos hacendados que no vivían aquí, sino que venían de tarde en tarde a controlar sus predios), era algo importante y funesto que marcaba para siempre, como tener un suicida, aunque esto era casi más corriente. Lo que sí sé es que nos (¿o sólo me?) miraban raro, entre compasivos y distantes, una suerte de apestados. Mis compañeros de la escuela, mi primo Joaquín, comenzaron a poner mil excusas para eludir viajar con nosotros, sobre todo los domingos a las lagunas, aquel verano; chocante actitud dado que teníamos colas para llevar a unos y a otros a bañarnos.
Para rematar la situación, el día de la venida de mis padres heridos desapareció para siempre de mi vida el hermano Alberto. Aquella tarde a la caída del sol fui como todas a pasar la velada con él a su casa del Caño, a ver atardecer sobre el poyete de su portal y contarle lo contento que estaba por el regreso sano, salvo y asustado de mis padres, pero, por primera vez desde que nos hicimos íntimos amigos, vi que no estaba allí fuera, sentado con su garrota o sus muletas, liando un ideales o rascándose la cabeza por encima de la boina: esperándome. Entré en su casucha, en la que vivía solo, me contó una vez, desde que su hija Emilia, tras quedar embarazada de Alicia, se independizó, hace ya muchos años de eso, tú ni habías nacido, tus padres estaban en Guinea. Aquel sitio, su hogar, entonces me di cuenta, era desconocido para mí, nunca había atravesado aquella puerta de madera decrépita, era la primera vez que cruzaba el umbral de esa casa que se me antojó morada lóbrega y oscura. Siempre llegaba, me arrellanaba a su lado en el escalón, nos poníamos a charlar, me contaba historias de su guerra, sus aventuras, cómo arrojó a los franceses del pueblo, cómo perdió el dedo en un combate de boxeo contra un matón que vino en una feria, la juerga padre que se corrió de quinto, pintando de añil las paredes, ¡vivan los del 10!, borracho de cuerva y sangría, metiendo mano a las mozas, cómo saltaba de muchacho de una cuneta a otra de la calle más de seis metros y quedaba siempre el primero en las fiestas y lo querían contratar los saltimbanquis y llevárselo a recorrer mundo y su madre, para que no escapara y cometiera un disparate, lo ataba a la pata de la cama hasta que los feriantes se habían ido del pueblo; si me hubiera entrenado más, volar no te digo, pero levitar, yo creo que habría levitado; y de nuevo la noche memorable víspera de partir para la mili, en que los quintos de su promoción se fueron a rondar a las mozas y les cantaban coplas procaces y subidas de tono que repetía en mi honor, aferrado a la garrota, la voz gargajosa, cantares que yo no comprendía, ni tampoco el porqué de sus risas hasta entrarle la tos y echar babas por la comisura de los labios. El caso es que nunca había entrado allí, una casa de paredes encaladas, la cenefa de añil, apenas muebles, vieja e inhóspita. La madre de Alicia, la Emilia, su hija, me dijo al día siguiente que se lo habían llevado a un asilo, que estaba muy viejito y medio paralítico y que lo cuidarían mejor en Valdepeñas, en la residencia de las monjas. No sé por qué pero no me lo creí. Mi tío Ángel no me decía nada, como siempre que le preguntaba sobre las cosas que me contaba el hermano Alberto, y yo no tenía con quien consolarme de la pena; encima, seguía enfadado con mi tía Gúmer por haberme mentido, y mis padres, recién resucitados, tan sonámbulos y tan miedosos, distantes, frágiles, recibiendo las visitas que acudían como moscas a manifestar las condolencias, como en los duelos, y ellos, pálidos, sin sangre en las venas, se limitaban a mover la cabeza arriba y abajo, tras cada comentario, la resignación, los suspiros.
Así pasó el resto de la primavera, y el verano solo en las lagunas, pues no querían venir con nosotros y Joaquín el gallete me daba miedo y descubrí que su dureza y prepotencia provenía de que era mucho mayor que yo, tres años, que cuando se tienen siete es como si uno de veinte se junta con alguien de cuarenta, tu padre, y ni él venía ni yo le decía que viniera: nos distanciamos. Fue el año más triste. Extranjero fuera y dentro de casa, ajeno un poco, y ya para siempre, a todo y todos, perdida la confianza en los mayores, como mi tía, que mienten, y en mis colegas, Joaquín y otros, que aprovechaban una desgracia para imponer su crueldad; y sin el hermano Alberto, mi único verdadero amigo, desesperadamente solo. Fue entonces, al día siguiente de su confidencia póstuma, de la revelación del gran secreto, cuando decidí anotar todos nuestros viajes, lo hago en el cuaderno de caligrafía de la escuela, de tapas verde oscuro y textura como de estraza, alguno quizá lo recuerde, en el reverso de mi astronauta moribundo. Anotaba nuestros desplazamientos en columnas, una para cada variable: según el número de personas que viajaba y empezando de cero cuando, al poco tiempo, un año y medio después, cambiamos de coche y mi padre sustituyó el pobre Gordini desahuciado por el pueblo, con sus asientos de escái sudorosos y su motor atrás, por un R-6; y empezando otra vez de cero cuando, años después, el R-12, etc. Usé siempre el método de Alberto en la guerra que me había enseñado: cuatro palotes verticales seguidos de uno horizontal que hacía el quinto y cada veinte grupos de cinco, como gavillas de paja en la era, un lazo rectangular o elíptico que suma cien.
Nunca más supe del hermano Alberto, ni llegué a recuperar la amistad hermosa de antaño con Joaquín, cada vez más lejano e infranqueable en la distancia de años e intereses; mi tía Gúmer se murió, tras la caída en la cocina, renqueante de mil operaciones, pero cuando me preguntó si lo suyo era grave no le mentí, no hice como ella, le dije la verdad, lo que los demás callaban por piedad y miedo, como si el silencio culpable y cómplice pudiera conjurar la realidad de las cosas; y yo mismo aceleré su agonía dejando, sin querer, de rezar por ella. Murió no sé si abatida también por alguna numérica e implacable ley que desconozco, pero sí sé que algún tiempo antes de fallecer, al ir a poner unas cortinas en la cocina del patio, oyó en la radio que iban a dar una canción de Luis Mariano, de la emoción, supongo, resbalaría, se cayó de espaldas de la silla sobre la que trajinaba y ya nunca se recuperó de aquella fractura terrible de cadera. Era invierno, acabábamos de padecer el hedor tétrico de la matanza, poco antes de vender el Gordini, año y medio después de perder al hermano Alberto y del accidente del árbol; por supuesto que no llevaba la cuenta, pero apuesto a que hacía la 166-167 de su vida, 166-167 cortinas colocadas en la cocina, tras de lavadas, subida en esa misma silla, no lo duden. Yo siempre lo sospeché, y ello se confirmaría años después, cuando en el viaje 666 de la capital al pueblo mi madre pasó a engrosar un 21 de agosto las estadísticas que puntualmente allega la DGT como la víctima 2319 sobre más de cinco mil -todos viaje 666, insisto, no lo duden- que aquel año fallecieron en accidente de tráfico, heridos y mutilados y parapléjicos aparte.
Conservo el cuaderno verde de caligrafía con la fecha del día que lo estrenara y el cadáver del cosmonauta en órbita, 26 de mayo del 68, ahí sigo, impertérrito, más de veinticinco años después, anotando las rayitas y enlazando las gavillas y yendo de cuando en cuando al pueblo para ver a mi tío Ángel, ya tan anciano y tan torpe y tan hermano Alberto de mis recuerdos, y me paso las noches enteras sin sentirlas junto a la estufa, si invierno; en el patio, bajo el toldo, con los geranios y las rosas, si verano; dejando que sus palabras emulsionen bálsamo sobre mi alma triste. Y por fin ayer sucedió lo que yo, sin forzar el ritmo matemático e implacable del Universo, llevo esperando todos estos largos años, ayer que, finalmente, anoté en mi cuaderno la raya 665 de mis viajes del pueblo a la capital, salió de mi boca una pregunta que llevaba lustros comprimida en el estómago: tío, ¿por qué nunca me hacíais caso cuando os contaba cosas de mi amigo el hermano Alberto?, ¿te acuerdas de él?, el padre de la Emilia, que le faltaba el dedo pulgar en la mano izquierda y fue tu sargento en la guerra, en el frente del Ebro. Y mi tío Ángel, a sus ochenta y seis años, más joven que yo, más feliz que yo, me mira por encima de sus gafas de miope y sólo me responde: ¿el hermano Alberto?, ¿el que mataron en la guerra de una bala perdida? Yo mismo arrastré su cadáver lomas arriba jugándome el pescuezo y a punto estuve de no contarlo. Le llamábamos Sindeo, porque se había rebanado el dedo gordo con una hoz segando de zagal, pero aún así fue a la guerra y llegó a sargento, se alistó voluntario porque en la mili lo habían declarado inútil total y lo echaron para el pueblo desde el campamento, a los dos días, era de la quinta del 10, el año que nací yo, y nunca soportó que no le dejaran hacer la mili por inútil, entre otras cosas porque era habilísimo y, por ejemplo, liaba los cigarrillos mejor que nadie y segaba más rápido que muchos sin tara alguna. Pero luego en la guerra aceptaban casi a cualquiera y él se despachó a gusto, se desquitó de la humillación, ahora van a ver los fascistas si soy un inútil, nos decía, era tan valiente y tan astuto que lo ascendieron en seguida, mandaba nuestro batallón en el frente hasta que lo mataron. Su hija, la Emilia, el ama del cura, es la madre de Alicia la inglesa, amiga tuya de chico, ¿no te acuerdas?, está casada y vive en San Sebastián. Para sustituirlo a su muerte tuve la desgracia de que me nombraran a mí sargento y eso me costó la cárcel cuando perdimos la guerra, a los soldados rasos los mandaron a sus casas sin cargos, pero a los oficiales nos acusaban de rebelión; ellos, de rebelión, ¿qué te parece?, y me podían haber fusilado. Me salvó un aval de don José María.
No he pegado ojo en toda la noche, ahora ya amanece y yo tengo que volver a la capital, hacer el viaje de vuelta. Cierro el cuaderno. He puesto ya la raya.