La revelación
Aún no sé cómo, con la última luna, agitado en sudores, me pareció oír una voz al pie del lecho: "Cuando están entre sí, las cosas componen una canción cuya letra nos habla de todo". Ausente, g rabé las palabras con el estilete en el yeso de la cabecera, orlado de grasa, porque temí que se me perdieran, y caí en un sueño invencible.
Con las primeras luces me incorporé y recorrí las raspaduras con los dedos. Adiviné vagamente que ahí tenía el secreto no sólo de los que leen entrañas, sino también de los que contemplan nubes o juegan con las letras --así como de los que los persiguen. Pedí tinta, corté una pluma nueva y lo copié cuidadosamente, letra por letra, en el margen de unos poemas que me habían conducido hasta el sueño.
Por la tarde salí de la ciudad, y me llegué al cercado de las cabras. Escogí una, sin dejarme guiar por las palabras del vendedor ("Muy blanca; ésa no huele", entre sus dientes rotos), y la sacrifiqué allí mismo. Su mujer me miraba, y debió de pensar que me empujaba la enfermedad de un niño.
La despellejé aún caliente, y el cabrero me ayudó sin entender mis prisas. Le regalé los despojos, en prenda de que cuidaría del secado de la piel. "¨Para luego...? ", y esbozó el movimiento de una mano que traza. Asentí, enfurruñado, con súbita vergüenza. Cargué el resto de carne hasta la casa, y todos comimos de ella. Sabía a sebo.
Cuando la piel estuvo dispuesta la raspé con cuidado, y halagué a mi hermana para que la puliera con la áspera piedra pómez. Ya vuelta una suave superficie cremosa trasladé allí la frase, sin que me temblara el pulso. Terminé por la noche.
Orgulloso, corrí al Muro para fijar el texto. Con el pelo revuelto y aliento a malos vinos, mascullando para sí y para la guardia próxima ("Se ha terminado el tiempo", repetía, en lo audible), un hombre cojo recorría el sendero, levantando un escrito, tirando el de más allá, sin encontrar jamás el suyo. "¿Cuál es tu sello, hombre?", preguntaba, por ayudar, un joven soldado. Y él se empinaba, inestable, para mirar los nichos superiores, sin decir palabra.
Allí quedó mi pergamino, desplegado entre unos versos acrósticos que desgranaban un nombre de mujer y el relato imaginario de una expedición al Norte.
Entre los nuestros, todo es posible, si está sujeto a normas; y cada uno es responsable de lo que hace. A la mañana siguiente, cumpliendo lo prescrito, instalé mi tienda delante del Muro, a disposición de cuantos, ociosos o interesados, quisieran dirigirme la palabra.
Al quinto día, mientras explicaba a una bella dama cómo la armonía de su paso narraba, también, la historia de la Colocación de la Piedra, escuché unas voces destempladas que paralizaron mi lengua.
Un hombre fornido, con la túnica de los copromantes, avanzaba entre los puestos, golpeando a los más lentos con su fusta, derribando enseñas y banquetas, mientras gritaba:
-- ¨Dónde está? ¨Dónde se oculta el reptil que ha dejado su huella en el muro...?
Aterrado (pues de golpe comprendí que hablaba de mí), pero dispuesto a todo, hice un ademán en respuesta.
-- ¿Eres tú --preguntó, mientras el polvo se posaba a su alrededor y los curiosos trazaban el círculo a una distancia respetuosa-- el que habla de músicas y de letras, de las cosas y del todo?
Asentí en silencio.
-- ¿No recuerdas que está escrito: "No hablarás de lo que ofende, de lo que todos saben, de lo que los más ignoran?"
Un comerciante de la turba que nos rodeaba levantó tres dedos, invocando --según creí-- la vieja ley que permite un mediador en toda discusión; o quizás anunciando una triple ilustración del precepto (sólo más tarde recordé haber visto el meñique y el pulgar mutilados, señal infame de los incestuosos). Habló así:
-- No mencionarás la piedra delante del tuerto; no señalarás la arena en el desierto; el aceite y el vino, ni tocarlos.
Satisfecho, el copromante dilató las narices, habituadas a hedores repugnantes (en los que, no obstante, leía como en un libro abierto), y preguntó:
-- ¿Te parece haber faltado a alguno de estos principios?
-- A los tres --comprendí, como en una revelación, esta vez a pleno sol--. Mis palabras habrán molestado a los sensibles, y hacen reír a los sabios, pero también aturdirán a los ignorantes. ¨Qué puedo hacer?
Las risas de los espectadores me rodearon en respuesta, no tanto porque hubieran penetrado en la discusión, como porque siempre complace a los necios la confusión del discreto.
-- Las palabras que cuelgan del Muro --alegué-- vinieron a mi espíritu de noche, y apenas las había captado, cuando ya mis manos las escribían, ya... --me detuve porque, entre el rumor del gentío, me llegó como un eco el ruido diario de la piedra pómez-- ¿Quieres que levante la tienda y quite el pergamino? No es posible: aún no ha pasado el tiempo.
A lo lejos, un vendedor de nombres pregonaba su mercancía. "Compra uno, y cambia", me decía el deseo. "!Compra uno, y cambia!". Pero él seguía mirándome, y meneaba la cabeza.
-- Quedarme y defender lo que mi corazón ya, sin duda, rechaza --continué--, ¿no es el mayor castigo?
Inconstantes, o frustrados en su deseo de nuevas diversiones, los espectadores se iban alejando. El mutilado, elevando ahora un solo dedo, dio también media vuelta y se retiró; estábamos solos. El azote de mis actos, ya aburrido, pero incapaz de rematar lo que tan animosamente había iniciado, se encogió de hombros:
-- Quién sabe... --y en un revuelo del manto me dio la espalda para interesarse por la partida de dados de un corro próximo. Aún volvió una vez la cabeza para echarme una mirada por el rabillo del ojo.
Me senté en la estera y recompuse el semblante: la dama había esperado, asombrosamente, a que todo terminara, y ahora exigía que continuara mi explicación. Su rostro sereno indicaba que nada de lo que había oído le invitaba a desistir.
Con el esfuerzo del que se salva a sí mismo de perecer ahogado sacándose por los cabellos, recogí el hilo de mis palabras. Y le expliqué cómo la proporción de sus senos y el ondear de la sombra del toldo sobre ellos relataba sin duda la historia del hombre que, habiendo encontrado una calabaza hueca, invitó a todo el pueblo a beber de ella. "Es preciso", oí delante de mí.
Levanté la cabeza. A unos pasos, el copromante me hacía el gesto que transmite valor, y agitó una mano en despedida.
"De aquí a dos días", medité, mientras mis labios resecos seguían desgranando la historia, "nada más caer el sol, con el cabello revuelto y aliento a malos vinos, vendré a retirarlo".